Jesús Rodríguez Zepeda

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Artículo 24: el sueño de los justos

lunes, 27 de febrero de 2012
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Es posible que tras la fría recepción en el Senado a la iniciativa de reforma al artículo 24 de la Constitución (aprobada con rapidez de vértigo por diputados panistas y priístas a finales de 2011) dicho proceso legislativo pase a dormir el sueño de los justos, aunque no debe descartarse (a fin de cuentas estamos ante temas religiosos) una súbita resurrección.

La reforma parece hacer sólo unos retoques a la norma constitucional: donde el artículo actual dice que “Todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo…”, la reforma de la Cámara establece que “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado.

Esta libertad incluye el derecho de participar individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo…” Sin embargo, el nada ingenuo agregado, como puede notarse, tiene que ver con la legitimación constitucional de los actos religiosos “en público”.

La versión original presentada por el diputado priísta Ricardo López Pescador iba más lejos, pues establecía el derecho de los padres a que sus hijos se educaran en la moral o religión de su elección.

Si se toman en cuenta los dos puntos fuertes de la iniciativa, encontramos el perfil del proyecto católico de religiosidad pública para el país.

Primero, la validación del carácter público de los actos religiosos. Recuérdese que el actual artículo 24 señala que “los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente en los templos”, y aunque la versión reformada mantiene este párrafo, la validación que hace de los actos religiosos en público sencillamente lo contradice y hasta lo anula.

El segundo elemento tiene que ver con la añeja pretensión de la Iglesia Católica de introducir adoctrinamiento religioso en las escuelas y que contradice no sólo al laicismo del artículo tercero constitucional, sino al principio mismo de libertad de creencias.

Lo que tenemos hoy día es más bien lo contrario: la oficialización, a través de legislaciones y actos de distintos poderes ejecutivos, de normas morales y religiosas del catolicismo.

En suma, se trata otra vez de la pretensión de convertir lo que es público (la enseñanza obligatoria) en un bien privativo de una religión.

Por ello lo que se hace imperativo es el refrendo a la condición laica del Estado mexicano en el 40 constitucional; tarea por cierto inconclusa porque los diputados le han aplicado la famosa congeladora legislativa a la reforma ya aprobada por el Senado.

Un lector atento podría decir que en México la reforma sólo viene a poner fin a la simulación. Sin embargo, lo que ha de destacarse es una intención de fondo que debe ser atajada si deseamos mantener un mínimo de pluralismo y no discriminación religiosos: la intención de elevar a categoría pública lo que es una asociación por definición privada.

Ésa es la razón por la que tampoco cabe en nuestro espacio público el adoctrinamiento religioso en la escuela pública, ya que allí la ética predominante ha de ser cívica y no sectaria.

Mauricio Merino define la corrupción como la apropiación privada de lo que es público, el usufructo particular de lo que es patrimonio colectivo.

Ahora mismo en México, buena parte del Estado está siendo capturada por los poderes fácticos: en la economía, en el proceso legislativo y hasta en la justicia.

Mal haríamos en permitir que crezca la apropiación de lo público, por obra del grupo privado más poderoso que existe en el terreno religioso. Profesor e investigador del Departamentode Filosofía, UAM Iztapalapa

 

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