Nicolás Alvarado

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sábado, 24 de noviembre de 2012
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Nunca me hizo la menor ilusión la posibilidad del viaje mochilero a Europa. Porque Europa la conocía desde los tres años (dice él, en modo Julius, aun cuando sabe que será percibido como ostentoso y snob por decirlo y, además, que su referente es impopular en los tiempos que corren).

Porque era demasiado dependiente en lo emocional para emprender tal aventura (dice él, y lo verbaliza en pasado para hacerse las ilusiones de que ya no lo es, de que ha aprendido a estar solo).

Porque estoy lo suficientemente echadito a perder para no poder sobrevivir sin habitación sencilla, agua corriente y caliente y, seamos francos, room service (cuando este Julius creció no devino plagiario; apenas esclavo que trabaja 12 horas diarias para costearse algo que intenta remedar el tren de vida de su infancia).

Pero, sobre todo, porque siempre he estado dispuesto a lo que sea (incluso a pasar mi primera juventud en casa, bajo la mirada sobreprotectora de mi familia) con tal de no poseer, de no portar, de no lucir, de no blandir un backpack.
Veo ahora a los backpackers, falsas tortugas carrollianas que llevan a cuestas su pesada e impenetrable y rugosa casa (y los veo mucho; donde antes era viajero frecuente de Air France ahora lo soy de Volaris; me temo que ya no soy Julius), y me producen lo mismo que hace 20 años: una mezcla de compasión, horror e ira.

Compasión porque no es ésa manera de ir por la vida (y menos por el mundo), ya que pasear implica sentirse y saberse libre y ligero, cultivar ese paso que los ingleses denominan jaunty, una mano en el bolsillo, el periódico y un libro en la otra, un cigarrillo (una Gauloise, un Lucky Strike) colgando de los labios (dicho de otro modo, si a algo aspiro al viajar es a no llevar mi casa a cuestas).

Horror porque el espectáculo es feo, porque el peso del armatoste obliga a quien lo carga a encorvar la espalda, porque redunda en un paso lento y arrastrado, porque impide cualquier suerte de elegancia vestimentaria, tendiente como es a arrugar cualquier prenda de factura sartorial.

En cuanto a lo de la ira, es más complejo.
Siempre fui un usuario esporádico del Metro pero de un tiempo a la fecha me he vuelto un usuario frecuente (yo no fui Julius pero, sobre todo, esto no es la Lima de Bryce, y ni siquiera la región más transparente de Fuentes): así, en la mayoría de los casos, es lo que mejor me funciona para transportarme.

Aunque trato de no utilizarlo en hora pico -camino mucho, y conservo un automóvil- a veces mi ruta o mis horarios me obligan a hacerlo. Cuando eso sucede, me expongo, como todos, a los empujones, al hacinamiento, al ruido de los merolicos cuya prédica no logra ser ahogada del todo por ese Miles Davis con que procuro aislarme merced a los audífonos.

Nada de eso, sin embargo, me irrita tanto como la proliferación en su interior de personas provistas de backpacks.
Me explico: el Metro sufre de falta de espacio.

Y he aquí que un backpack, por pequeño que sea, duplica el volumen de quien lo porta, lo hace por tanto ocupar el doble. Pero peor: ese bulto adicional va fijo a la espalda y es inorgánico, lo que lleva a su dueño a ser incapaz de controlar su movimiento y redunda en golpes involuntarios pero certeros, en desaprovechamiento de centímetros cúbicos que mucha falta harían a otros para movernos, si no ya a nuestras anchas, a nuestras estrechas.
Pido, pues, un favor encarecido a mis compañeros de viaje: cómprense una maletita.

 

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