Jorge Luis Sierra

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La unificación complicada de las Fuerzas Armadas

domingo, 10 de febrero de 2013
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El presidente Enrique Peña Nieto intentaría en el corto plazo lograr lo que su antecesor en el cargo quiso, pero no pudo: unificar a las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina-Armada de México en una sola dependencia, y crear un comando conjunto de las Fuerzas Armadas.

El paso sería positivo sólo si ocurre como parte de un proceso de definición de una política de defensa acorde con el interés nacional y no sólo como expresión de los deseos de poder de la fracción gobernante en turno.


Bien llevada, la integración de todas las armas bajo una sola cadena de mando permitiría a las Fuerzas Armadas avanzar hacia una modernización más equilibrada, sustentada en el interés nacional y en la necesidad de ofrecer un frente más coherente y eficaz ante los grupos del narcotráfico y la delincuencia organizada.


La medida, impulsada por generales del Ejército en un momento favorable para ellos por el regreso del Partido Revolucionario Institucional al poder, podría devolver a las Fuerzas Armadas la condición de unidad que tenían hace casi tres cuartos de siglo, antes de la creación del Departamento de Marina Nacional y la separación de la Secretaría de la Defensa Nacional en una entidad administrativa y militar distinta.

Desde ese momento, las Fuerzas Armadas han estado desintegradas en dependencias distintas, proclives a la rivalidad y a la competencia por la obtención de recursos.


El problema, en cierta medida, es la apatía o desinterés de la rama civil del gobierno. En lugar de un diseño de una política de defensa nacional y la producción de un plan unificado e integral de desarrollo de las Fuerzas Armadas, cada presidente y cada gobierno han cedido a los planes individuales de alguna de las armas sin importar que eso ocurra en perjuicio de las demás.


El gobierno del presidente Zedillo permitió, por ejemplo, que el Ejército creara grupos anfibios de fuerzas especiales (Ganfes), con los que pretendió vigilar litorales y cuerpos de agua, deber que correspondía por ley y también por lógica militar a los marinos de guerra especializados de la Armada de México.


Sin razón aparente alguna, el gobierno de Fox contuvo el ascenso de almirantes y expandió la influencia del Ejército en las áreas de la seguridad pública, congelando los planes de desarrollo de la Armada.


El gobierno del Felipe Calderón, en cambio, favoreció el elemento naval en la lucha contra el narcotráfico, multiplicó el número de almirantes y permitió otra invasión de responsabilidades castrenses con el despliegue de la infantería de Marina en zonas del territorio nacional alejadas de los cuerpos de agua, y en donde la jurisdicción correspondía por tradición a los elementos del Ejército mexicano.


Ahora el gobierno de Enrique Peña Nieto está considerando el retorno al proyecto de crear una sola dependencia castrense, pero aún no está claro si considera o no que, como ocurre en otros países y experiencias, cualquier diseño de la fuerza requiere primero la definición de objetivos de una política de seguridad nacional; segundo, de una política de defensa nacional; y, tercero, de una política militar integrada, expresada en un presupuesto militar racional y eficiente.


Unificar a las Fuerzas Armadas tan sólo porque así conviene a los generales en turno no parece ser un asunto de interés nacional. Ya desde ahora hay preocupaciones y lecturas que advierten la debilidad naval frente a su contraparte militar y temen el inicio de una purga de almirantes como paso previo a una integración militar controlada por el Ejército.


Bien haría el presidente Peña Nieto en impulsar primero el interés nacional y vigilar que la integración militar ocurra en el marco de una reforma al marco jurídico de la defensa nacional.

Si no hay un deseo genuino de revertir el proceso de separación castrense, en el fondo, lo que existe es la posibilidad abierta para que fracciones militares trabajen para su provecho a costa de la modernización militar que el país necesita.

 

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