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Jesucristo, súper estrella de Iztapalapa

miércoles, 27 de marzo de 2013
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El atrio del santuario del Señor del Santo Sepulcro, en el corazón de Iztapalapa, es un jardín con palmeras y árboles centenarios: pinos, fresnos.

Ofrece un refugio fresco a la crueldad urbana del Eje 8 Sur.
Pasadas las doce del día del domingo pasado, Domingo de Ramos, el calor se había adueñado del parque y algunos nazarenos descalzos, vestidos con sus túnicas lila, yacían en el suelo, como flores caídas del árbol de la jacaranda.


Todo se preparaba para la llegada de Jesús de Iztapalapa. En la iglesia se celebraba una misa; las autoridades habían montado un escenario frente a la puerta de entrada y los vendedores ambulantes ofrecían palmas, matracas, pinturas de la Virgen de Guadalupe y videos devocionales con títulos como “Una mujer muy ordinaria: Teresa” y “El Diosenchufado”.


El puesto más popular era el de las monjas que vendían tamales, pan dulce, atole y un plato de chilaquiles caldosos que retaba el equilibrio y siempre amenazaba con derramarse sobre la camisa de los hambrientos devotos que se apoyaban de un bolillo y aprovechaban para almorzar, mientras llegaba la procesión.


Un sacerdote tomó el micrófono encima del escenario y comenzó a ensayar la participación del público en la puesta en escena: a la voz de “uno” la gente debía mostrar sus palmas; a la voz de “dos”, agitarlas al aire; a la voz de tres, cantar “Hossana, hossana al hijo de David”.


Mientras tanto, otros actores hicieron su entrada por el arco de ladrillo y anduvieron por el camino bordeado de árboles, familias y nazarenos que ya cargaban sus palmas de dos metros de altura.

Yo preguntaba: ¿A quién representa esa chica vestida con tul rojo y pedrería dorada? ¿Quién eran esos dos con turbantes árabes anillos y joyas? Y este pozo en medio del camino; ¿Para qué es? La gente a mi alrededor no sabía qué responderme.


Clarines. Pronto supe que ese zumbido que se escuchaba a la distancia lo producía una banda de clarines que precedía a Jesús de Iztapalapa.

Era un sonido solemne, que pronto se impuso en el atrio y nos infundió respeto: Jesús había llegado.
Y aquí es cuando hay que echar mano de lo que en ficción llaman “la suspensión del descreimiento”, o puesto de otra forma; las ganas de creer.

Porque si uno no las tiene, lo que viene a continuación es un festival de pelucas y barbas postizas, ángeles con alas de alambre y diálogos que recuerdan a los churros del cine, como si Mario Almada se hubiera puesto piadoso.



Pero si lo que uno tiene es fe, entonces mirará a un pueblo que se organiza para celebrar una representación compleja; y habitará una ciudad única, y se estremecerá, como yo lo hice, cuando las palmas se presentaron y sonaron, dejando todo lo demás bajo un respetuoso silencio.


Esa del vestido rojo era la mujer sorprendida en adulterio, la que Jesús salvó cuando dijo: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.

Esos del turbante eran los mercaderes que Jesús sacó del templo, y luego dijo: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”; los judíos le replicaron que ese templo se había construido en cuarenta y seis años ¿Cómo lo iba a levantar en tres días? Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo.


Ese pozo era el lugar donde la samaritana sacó el agua que Jesús le pidió de beber: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?”, dijo ella porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Y Jesús de Iztapalapa le perdonó que tuviera la peor dicción del mundo y le respondió: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”.

Hubo llanto arrepentido en las bocinas.
Los únicos que no estaban tan dispuestos a dejarse convencer eran, curiosamente, algunos niños a mi alrededor, esos que veían en la multitud bíblica a sus tías Yatziri y Berenice, o los que preguntaron por qué, si Jesús de Iztapalapa había muerto el año pasado, estaba otra vez allí.


Terminados varios milagros, Jesús de Iztapalapa se subió a un burro; entregó el micrófono que amplificó su voz y salió del templo, mientras las palmas volvían a agitarse y a dispersar solemnidad y respeto. Al final sonaron los clarines y la gente abandonó el sito llena de emoción.

 

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Guillermo Osorno

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