María Teresa Priego

0
Votos
Nota Aburrida
Nota Interesante
El corazón es un cazador solitario

domingo, 28 de abril de 2013
Comparte esto en Facebook
Comparte esto en Twitter
Comparte esto en Digg
Enlarge Font
Decrease Font

Otra vez el corazón. Mi papá se fue a operar a Monterrey, lo acompañaron mis hermanos. Un trasplante de válvula en el Hospital Zambrano.

Un quirófano con 15 personas adentro, incluido mi hermano mayor y su amigo cardiólogo Felipe González Camid. No podía salir mal —una se aferra— salvo el corazón, los pulmones y la edad, todo estaba en el sitio exacto.

¿Qué podía fallar, si allí estaba mi hermano? Y vino un cirujano de España, que ya hizo muchas veces esa exacta operación rara.

Mi mamá, mi hermana, la gatita Japona y yo, nos quedamos en Tabasco. Regamos compulsivamente las plantas.
“No quiero que se me fría el cerebro”, dijo mi papá.

“Eso sería lo peor”. “Sí, lo peor”. “Me puede pasar”. “Puede pasar”. “Si tú tuvieras mi edad no permitiría que te operaran”.

“Quizá yo tampoco permitiría que me operaran, papá. Pero nunca he tenido tu musculatura interior. En eso no nos parecemos”.

“¿En qué sí nos parecemos?”. “Corazones de cazador solitario”. “¿Te sientes sola?”. “No.

Somos así. Nada más. Es una herencia de mi línea paterna”.
“Hay que arriesgarse por un tramo más de vida, si no, me voy a morir asfixiado, cualquier día ¿Tú qué crees, hija?”.

“Dicen los médicos que te puedes morir asfixiado, cualquier día”. “¿Y quién se va a ocupar de ustedes?”.

Me mira como cuando me arrebataba la lata de refresco para abrirla, temía que me cercenara un dedo, distraída. Olvida que nuestras edades han cambiado.

A su lado, a mí también casi se me olvida.
Se fueron. Esa inquietud. Urgente necesidad de estar despierta, escudriñar el pasado, escribirte una carta mientras miro tu foto y escucho, como mantra, a la trova yucateca.

Una foto en tu bicicleta, hace 40 años, cuando las ecobicis no existían, y a nadie se le ocurría proteger al medio ambiente, cuando parecías sólo un señor deschavetado que llegaba a su oficina en bicicleta, y que montaba —además— en suecos holandeses de madera.

Un desafío a las convenciones del Tabasco de los años 70.
Creo que compadecían a mi mamá, tan chic y retenidita, y casada con un loco que salía a la calle en shorts, con el pretexto —inadmisible para un hombre— de los 40 grados a la sombra.

Tenía unas piernas espectaculares mi papá, antes de que fuera tan flaquito. Boxeaba, saltaba a la cuerda, nadaba, corría a caballo. ¿Ya les dije? Me repito: yo envidiaba a mi mamá.
Cuando escucho que el complejo de Edipo es un fantasma jalado de pelos, que no refleja sino a Freud mismo, pienso: “Me someto al suero de la verdad, a la prueba del polígrafo, la encarnación del Edipo femenino, c’est moi” (el complejo de Electra, para las mujeres, vino después, prefiero la versión original)
Regresas.

Sonriente en tu silla de ruedas que empuja Gerardo. Mi memoria de ti y de mi hermanito en el mar. A él, minúsculo, lo sostenías sobre el agua.

Tú, el más presumido, te acostumbraste ya a caminar con tu carrito, a pasear en silla de ruedas. Me sorprende esa capacidad de adaptación a la vida.

No debería.
Te ahogabas en un río, agotado de nadar contra la corriente. Decidiste que salvarte consistía en no malgastar tus fuerzas; adaptarte al zarandeo, dejarte llevar.

Te adaptaste. No te quejas. Quizá la silla de ruedas te parece ahora la versión —para “chavos de la quinta edad”— de los shorts, con suecos y la bicicleta.
Me acuerdo.

Nohoch, corriendo feliz sobre la arena, jalando a un caballo perezoso, obligado a correr detrás. Era un pastor alemán. Lloraste cuando se accidentó Nohoch, se lo llevaste a mi hermano Marco Antonio, al consultorio: “Cúralo, tú sabes curar humanos”.

Ya nadie lo podía curar. Lo enterraste en San Isidro, junto a tu árbol preferido. Las mascotas deben tener funerales muy dignos. Cuando murió Natasha caminamos en fila india hasta el río, con el cadaverito en una caja.

El Grijalva la llevó al mar.
No éramos una familia enterrando a nuestra tigrilla, éramos partícipes de un gran funeral vikingo.

Allí me enseñaste la palabra “aconpungido”, indispensable para definir un grado tan elevado de inquietud que suma el compungimiento y la congoja.

Una palabra indispensable, digo yo. Por lo menos en mi léxico familiar.
Y no andamos aconpungidos. Aquí está. Recostado junto a su Dulcinea.

Le ha dado por ser con mi mamá de una galantería como tarro de mermelada. Compone canciones y se las canta medio que a voz en cuello. “Gracias, Marco, qué lindo, pero, ¿ya viste que son las cuatro de la mañana?”.

Los avances de la ciencia. Un corazón igual de cazador e igual de solitario, pero con válvula nueva. El trovador a deshoras, le ganó un tramo más a la vida. A Felipe, al doctor Quintanilla, y a su equipo médico. A mis hermanos. Gracias por luchar junto a mi papá.

 

Opina sobre este artículo

Nombre   Email  
Título
Opinion

Columnas Anteriores