Álvaro Enrigue

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La guerra ya pasó y la perdimos

domingo, 12 de mayo de 2013
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Ha sido un gran escándalo, un poco porque el New York Times adoptó el asunto como cruzada y un poco porque es en realidad horrible, que el Consejo de Administración de la Biblioteca Pública de Nueva York decidió hacer un plan maestro de rescate que se parece muchísimo a los proyectos de reestructuración del Fondo Monetario Internacional: vender, desmantelar, y luego a ver qué hacemos.

El escándalo se debe a que el proyecto fue desarrollado de espaldas de los contribuyentes, que son quienes sostienen y usan la Biblioteca -una institución venerable si la hay en esta ciudad de piratas.


El proyecto de remodelación supone tres etapas que cambiarán por completo las formas de habitar la Biblioteca tal como lo ha hecho hasta ahora cualquiera que haya trabajado en ella -y de verdad que cualquier persona, sin que importe ni su nacionalidad ni su apariencia ni su edad ni si vive en Nueva York o no, podía leer hasta hace muy poco cualquiera de sus millones y millones de volúmenes distribuidos en un pozo de siete pisos subterráneos con sólo pedirlo.

Según el plan maestro, primero van a mudar la mayor parte de los libros a Nueva Jersey -por lo que habrá que pedirlos con días de antelación-, luego van a cerrar y vender el edificio de la biblioteca circulante de la 5ta y la 40, y con ese dinero van a convertir el edificio legendario de los leones -en la 5ta y la 42- en una especie de centro cultural con una gran sala de lectura en su tercer piso.


El miércoles pasado, el curador de las colecciones de libros en español de la universidad en que doy clase me avisó que habría una protesta contra el plan maestro de remodelación de la Biblioteca Pública.

Fui porque me conmovió muchísimo que una ciudad se movilizara para defender sus hábitos de lectura, además de que era infinitamente seductor, hay que reconocerlo, asistir a una protesta a la que cualquiera que fuera, tenía que ser necesariamente un nerd.

La convocatoria era a las tres y media en la puerta de los leones, para que la cosa estuviera que ardía cuando los miembros del Consejo Directivo entraran, al parecer a las cinco.


Llegué a la parada del Metro de Bryant Park un poco después de las tres, esperando encontrarme con una multitud de intelectuales rugiendo como si estuvieran entrando al estadio de CU para ver un Pumas-América.

Lo que vi en las escalinatas de la calle 42, la de los leones, fue a un grupo de 62 personas -la protesta estaba tan aburrida que las pude contar-, entre las que había dos o tres jóvenes (aplicando aquí la definición de juventud de Conaculta, que es la más laxa del mundo), varios de los locos que pasan los días de invierno dentro de la Biblioteca viendo películas en las computadoras para investigadores, y una mayoría aplastante de personas de la selección 70+ de los Estados Unidos.

Hay que decir en su descargo que eran -salvo excepciones, es decir: los locos-, el contingente de marchistas más distinguido que he visto en mi vida: gabardinas inglesas, sacos de leopardo, corbatas de moño.


Aunque la protesta, estirada de manera un poco artificial, ocupaba toda la escalinata inferior del edificio, modificando definitivamente el paisaje con carteles que identificaban la remodelación con el saco de la Biblioteca de Alejandría -una aseveración un poco excesiva-, la verdad es que no eran suficientes ni siquiera para imponerse sobre el flujo de turistas, que pasaban entre ellos pidiendo permiso educadamente.

Uno de los locos le preguntó en algún momento a unos turistas de dónde venían. “De Canadá”, le respondieron.

El loco gritó: “Se están llevando los libros a Canadá”, incomodando visiblemente a los manifestantes cuerdos. El despliegue policiaco tampoco era mucho.

Una guardia, eso sí, de lo más profesional: nunca dejó de revisar el perímetro. Hubo un repunte como a las cuatro y media. Los pasajeros de un autobús de turistas españoles salieron de la Biblioteca y se abrieron cancha entre los manifestantes para hacerse una foto de grupo enfrente del edificio.

Como eran españoles, se sumaron -cómo no- al pelotón de los que protestaban. No se quedaron mucho tiempo, pero la capacidad de convocatoria de un grupo de defensores de la lectura era tan poca, que casi duplicaron el cuerpo de la protesta.


A las cinco y media, el líder de los indignados empezó a recogerle los carteles a los 20 o 30 aguerridos carcamanes que quedaban en la escalinata.

Los miembros del Consejo Directivo seguramente habían entrado por la puerta del estacionamiento. La mujer policía finalmente se relajó mientras los manifestantes levantaban el campo.

Subió las escalinatas, se quitó la gorra y se pasó la mano por la frente con la satisfacción del que ha cumplido su deber sin incidentes.

Una de las marchistas, su cartel todavía alzado, le dijo: “Qué bonito pelo”. Ella respondió: “Es un problema con lo de la gorra”.

 

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