Homero Bazán

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Exhibiendo a los morosos

jueves, 23 de mayo de 2013
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Numerosos lectores nos han escrito para quejarse de la insistencia como algunas instituciones bancarias los buscan en sus hogares y oficinas, cuando apenas transcurren 24 horas de su fecha de corte de la tarjeta de crédito, exhibiéndolos injustamente ante terceros como morosos.


Aquello me recordó a los famosos colorados, personajes que desde principios del siglo XX y hasta finales de los años 50 fueron comunes en nuestra urbe y eran una mezcla de cobradores, detectives y mercenarios, y vendían sus talentos de persuasión al mejor postor.


Para estos comerciantes con la mala costumbre de fiar a los parroquianos y para esos empresarios que guardaban en el cajón tantas cuentas de deudores como partículas de polvo y telarañas, no existía mejor opción que contratar a un colorado y poner changuitos por recuperar algo de dinero.


No era que fuesen muy abusados o muy colmilludos, pero la verdad sí conocían su oficio. De hecho, este trabajo se cuenta entre los únicos que surgieron y se desarrollaron exclusivamente en la ciudad de México… como quien dice, era una chamba urbana para quienes conocían las calles, a los capitalinos, pero sobre todo, sus mañas.


El trabajo de los colorados consistía en convertirse en la sombra de los deudores de sus clientes, es decir, no dejarlos ni a sol ni a sombra para ver si por cansancio o por vergüenza soltaban el cobre.

Cualquier deudor moroso podía convertirse a cualquier hora, lugar u ocasión en el objetivo de un colorado.
Por lo general, los colorados solían iniciar sus sistema de cobranzas con un seguimiento del moroso, desde que salía de su casa por la mañana hasta que regresaba en la noche, esto para conocer su rutina y así centrar sus puntos débiles, es decir, saber cuándo era la ocasión ideal para exhibirlo como “mal pagador” y ponerlo colorado de puritita vergüenza.


Así, por ejemplo, si algún deudor se encontraba departiendo en algún restaurante con un grupo de amigos, de repente el colorado se sentaba a la mesa y lo saludaba como a un viejo camarada.

En seguida le decía en voz alta: “Señor Martínez, aprovechando que lo veo, le tengo un recado del ingeniero Gutiérrez: que por favor pase a pagar sus cuentas pendientes de todos los pedidos de material que le ha hecho.

Me dijo que ya no se ha aparecido usted por su despacho y ni siquiera se digna a contestarle el teléfono”.
Pero la peor ocasión que podían escoger los colorados para hacer de las suyas era interrumpir una romántica cita con la chamacona de los sueños del deudor, la misma a la que el moroso le contaba cuentos chinos en los que afirmaba ser un exitoso empresario que podía cumplirle hasta sus fantasías más guajiras.


Justo en el momento en que la susodicha le iba a dar el “sí” al condenado, se aparecía uno de esos changos a aguarle la fiesta:
“Señor Chávez, qué bueno que lo encuentro ¡y mire! ¡en tan bella compañía! Fíjese que le traigo la mala noticia que el señor Velázquez está a punto de entablar una demanda contra usted porque no ha pasado a pagarle y ya van para seis meses que le entregó su mercancía.

¡Evítese problemas! Mire que a las mujeres como esta belleza no les gustan los incumplidos”.
Y entre frase y frase las mejillas del aludido se ruborizaban más que un cura en un Table Dance.

Por supuesto, la mayoría de los deudores se ponían agresivos, corrían al colorado y hasta le aseguraban que por andar de majaderos ahora no pagarían ni un quinto.


Pero esto era solamente parte del plan del colorado, quien en los días sucesivos los esperaría afuera de su casa, los visitaría en la oficina, los llamaría tres veces al día y los perseguiría a cuanta chorcha, pachanga o reunión asistieran.

Al final, igual que los boxeadores, el moroso pedía esquina y tiraba la toalla… todo gracias al poder de persuasión de estos artistas de la exhibición del prójimo… a quienes por cierto, gracias a Dios, jamás se les ocurrió ofrecer sus servicios en la Secretaría de Hacienda.

 

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