Agustín Basave

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Que se muera

viernes, 31 de mayo de 2013
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A Javier Sicilia, porque no confunde el avance con el olvido, el recuerdo con el rencor ni la reconciliación con la impunidad; a Isabel Miranda, Alejandro Martí y María Elena Morera
En el tema de la violencia, los mexicanos hemos pasado del morbo a la ceguera.

Casi nadie se queja de la astuta estrategia mediática del nuevo gobierno para sacar el tema de la agenda.
Más aún, el hecho de que las ejecuciones y desapariciones ya no sean las noticias principales parece complacer a la opinión pública.

Cierto, en el sexenio pasado se cometió el error de no hablar de otra cosa durante varios años, pero no es sano irnos al otro extremo y engañarnos con la idea de que la situación está controlada porque los medios ya no nos reportan cadáveres de manera conspicua.

No me sorprende que las autoridades quieran esconder la sangre; me preocupa que los ciudadanos no queramos verla. No encuentro nada de malo en contrarrestar la necrofilia ni en mejorar el ánimo interno y la imagen externa de México; advierto, sí, que estamos evadiendo la realidad y que corremos el riesgo de olvidar a las víctimas de la barbarie.

Su número sigue creciendo y no merecen que, encima de que sus seres queridos desaparecen, desaparezcan ellas mismas de la conciencia nacional.
Hace unos días compré la “Antología general de la poesía mexicana” de Juan Domingo Argüelles (Océano, 2012).

Hojeándola, me reencontré con la brillante reflexión de José Gorostiza, “Muerte sin fin”. Abstracta, densa, profunda, me parece más que pertinente para glosar la impotencia y la desesperanza que vive la legión de damnificados de la sinrazón que se ha adueñado de México.

Dígalo si no este fragmento, que parece brotar de los hondones de su drama: “¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el diablo, / es una muerte de hormigas / incansables, que pululan / ¡oh Dios! sobre tus astillas; / que acaso te han muerto allá, / siglos de edades arriba, / sin advertirlo nosotros, / migajas, borra, cenizas / de ti, que sigues presente / como una estrella mentida / por su sola luz, por una / luz sin estrella, vacía, / que llega al mundo escondiendo / su catástrofe infinita.” El poema da para muchas lecturas, sin duda, cada una distinta de la anterior.

Esta vez no pude sino interpretarlo como la racionalización del desamparo ontológico, ese que sienten en carne propia miles de mexicanos.
Con el libro en las manos, recordé entonces que la cicatrización del alma ha de empezar con la razón pero tiene que concluir en la pasión.

Busqué la estremecedora catarsis que Jaime Sabines nos legó tras el deceso de su padre y releí “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”.

Emotiva, dolorosa, desgarradora, arranca lágrimas al rojo vivo capaces de cauterizar las heridas provocadas por la finitud ajena. Para muestra bastan dos tercetos: “Te has muerto y me has matado un poco.

/ Porque no estás, ya no estaremos nunca / completos, en un sitio, de algún modo. // Algo le falta al mundo, y tú te has puesto / a empobrecerlo más, y a hacer a solas / tus gentes tristes y tu Dios contento.” Imposible no escuchar aquí la campana de John Donne, la que anuncia que la muerte de cualquier persona disminuye al mundo.


Que no se nos olvide: la tragedia es de México entero. Esa lúgubre legión de ausencias que ensombrece a nuestro país, esos miles de rostros que la violencia nos ha arrebatado, claman por duelo y justicia y paz.

¿Qué más se les puede decir a quienes han sido zaheridos por esas pérdidas? Sólo se me ocurre repetir, palabras más palabras menos, lo que brotó de mi agnosticismo cuando murió mi madre: la muerte es una gran impostora; un principio disfrazado de fin, un instante con afanes de perpetuidad.

Morir es nacer o, mejor dicho, resucitar en el recuerdo. Cuando alguien se va del ámbito de la realidad otro lo recupera en el reino de la imaginación.

Quien muere no abandona el mundo de los vivos: permanece en él como heredero de sí mismo… Ahora, tres décadas después y con la fe resurgida de mis entrañas, sólo añado que el que muere y el que sobrevive pueden, además, revivir en lo alto.


Ya sé que no es consuelo. Supongo que no lo hay frente al absurdo de la bestialidad criminal, que quienes ha padecido el tormento antinatural de enterrar a un hijo o quienes han sido arrojados al infierno de los deudos de secuestrados esperan algo más que poesía.

Pero acaso a los que han podido enterrar a sus amores, y a los que viven la angustia de no saber qué han hecho con los suyos, les sirvan de algo estas voces y estos cantos que horadan la soledad.

Huelga explicar que no redacto estas líneas para analizar las nuevas instituciones y políticas públicas contra la inseguridad; ya habrá ocasión para que los verdaderos expertos y hasta yo mismo nos ocupemos de la Gendarmería o de la Unidad para la búsqueda de desaparecidos.

Hoy escribo para llamar a la conmiseración y a la solidaridad. Los mexicanos no tenemos derecho a cerrar los ojos ante a las víctimas de ayer ni a las de hoy ni a las de mañana.

No debemos dejar de visibilizar su dolor ni de demandar que se detenga la matanza, que acabe la locura y triunfe la sensatez. Tenemos que exigir, en suma, que se muera esa muerte perversa que nos asedia.

 

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