Alfonso Zárate
El domingo por la tarde, el deslave de un cerro en la carretera México-Querétaro se convirtió en una tragedia para algunos, siete personas murieron; una pesadilla para miles que perdieron sus casas y su patrimonio; y una dura experiencia para quienes viajábamos de Querétaro al Distrito Federal.
Yo había salido a las cinco en punto de Jurica; en el trayecto me detuve a cargar gasolina, lo que me habría tomado unos 10 minutos, quizás sin esa escala habría estado en el lugar equivocado a la hora equivocada, pues me quedé a unos 10 kilómetros de la zona del derrumbe.
Poco antes de las siete de la noche, la lluvia intensa y la granizada hicieron que la marcha vehicular se hiciera lenta. Y apenas pasadas las siete, la circulación se detuvo totalmente.
Transcurrida más de una hora, dos patrullas de la Policía Federal fueron abriéndose espacio para llegar a la zona afectada; le pregunté a un oficial qué ocurría; “se desgajó un cerro”, respondió.
Hace unos meses, el lunes 22 de octubre por la mañana, experimenté otro percance en el mismo tramo: una fuga de gas en Tepeji del Río, ocasionada por los criminales que “ordeñan” ductos de Pemex, obligó a desalojar a la población y a cerrar la carretera en ambos sentidos; en aquel episodio estuvimos detenidos en la carretera unas siete horas.
Esta vez llegué a mi domicilio a las tres y media de la mañana, más de 10 horas después de haber partido de Querétaro.
Los huracanes y los sismos no pueden ser evitados, pero la mayoría de los desastres sí, y cuando ocurren, pueden ser atendidos con mayor prontitud y eficacia si las autoridades disponen de la estructura institucional y humana, de los recursos y los protocolos que les indiquen qué hacer a partir de un riesgo identificable.
Sin embargo, en el deslave del domingo, las autoridades se tardaron más de siete horas en ofrecer una alternativa que consistió en asignar un carril a contraflujo para regresar unos 10 kilómetros y tomar una vía que, pasando por áreas urbanas, permitía reintegrarse más adelante a la carretera de cuota y llegar a México.
El 15 de mayo y ante el inicio de la temporada de ciclones tropicales, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) anunció el inicio del Plan Preventivo y de Atención en carreteras federales, autopistas, puentes, caminos rurales, aeropuertos y puertos, y el martes el presidente Enrique Peña Nieto instaló el primer Consejo Nacional de Protección Civil que se propone “hacer frente a eventos, siniestros o desastres”.
¿Por qué primer Consejo? Porque en México —un país de mucha iniciativa y poca acabativa— siempre estamos empezando algo: colocando primeras piedras, organizando el primer seminario, el primer congreso, el primer foro…
En esa sesión, Peña Nieto instruyó al secretario de Gobernación a “implementar las medidas de prevención ante desastres naturales que permitan dar respuesta oportuna a la población, así como atender los riesgos y su reconstrucción”.
El reto, dijo por su parte el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es transitar de la atención de desastres a la prevención, lo que implica, entre otras medidas: crear y operar el sistema nacional de alertas para contar con acciones en tiempo real; iniciar la operación de la estrategia “México Seguro ante Desastres”; emprender una extensa campaña de difusión de protección civil en las zonas más vulnerables; actualizar el Atlas Natural de Riesgos, e implementar un programa nacional de respuesta a siniestros que permitan la reacción oportuna de los tres órdenes de gobierno.
Nadie podría objetar tales propósitos, el problema es que son los mismos que una y otra administración han ofrecido. Los sismos que sufrió la ciudad de México en septiembre de 1985 mostraron la impreparación de las autoridades y la sociedad ante eventos de esa magnitud que costaron miles de vidas y ocasionaron daños severos al patrimonio de la capital del país.
Entonces se trabajó en un sistema de protección civil. Han pasado 28 años y seguimos con los mismos discursos y con poca responsabilidad y eficacia.
En todos estos años no hemos padecido, por fortuna, un desastre de semejante magnitud; no sabemos si contamos con las medidas y los protocolos para hacerle frente.
Pero percances de menor magnitud, como el de Querétaro, nos dicen que seguimos sin aprender la lección.