Francisco Valdés Ugalde

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Los derechos humanos en el Senado

lunes, 3 de junio de 2013
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El lunes de la semana que pasó se llevó a cabo un importante evento en el patio de la vieja casona de Xicoténcatl, antigua sede del Senado de la República.

El Instituto Belisario Domínguez, dedicado a los estudios legislativos, convocó por medio de su director, Ciro Murayama, a un seminario conjuntamente con el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, la Universidad Iberoamericana y la Flacso-México, sobre la jerarquía normativa y los compromisos del Estado en la reforma de los derechos humanos.


Sobresalió en el evento un consenso casi unánime: las reformas constitucionales de junio del 2011 no deben ser trastocadas por un intento de colocar a los tratados y convenciones internacionales de derechos humanos por debajo de la Constitución, sino que deben permanecer al mismo nivel que ella.

México tiene la oportunidad de colocarse entre los países a la vanguardia en la materia.
Más allá del consenso referido en el párrafo anterior se señalaron razones de peso para profundizar y armonizar la legislación mexicana en la materia.

El criterio más importante para hacerlo fue señalado por el conferencista magistral que abrió el seminario, Pablo Luis Manili: el objeto del Estado es el bien de las personas, por eso ellas deben estar siempre por encima del Estado.

Los derechos son de las personas y no del poder político organizado en el Estado. Este último sólo tiene razón de ser en función de los primeros.


Pero la realidad dista mucho de corresponderse con los principios, de ahí las principales tensiones legislativas. La legislación tiene que ser armonizada, sea por el Legislativo o por la interpretación de los jueces.

En ambos casos, los derechos de las personas deberán colocarse por encima de las disposiciones legales y de los actos de autoridad. Pero los jueces y los legisladores no son espíritus puros, sino gente de carne y hueso que carga, como todos, atavismos incontables.

Por ejemplo, estamos pasando del sistema inquisitorial al sistema acusatorio. El primero, que evoca a la Santa Inquisición, coloca al juez como autoridad superior que investiga, acusa y juzga mientras que en el acusatorio debe estar al margen de la investigación y de la acusación para conocer y juzgar únicamente en términos de pruebas aportadas por las partes en disputa.

El sistema inquisitorial parte de la presunta culpabilidad del acusado, mientras que el segundo asume el principio de inocencia y el debido proceso como reglas que guían en todo momento los procedimientos judiciales.


Ni las procuradurías ni los jueces y magistrados han sido formados para adecuarse a este nuevo sistema que habrá de imperar en México gracias a la reforma penal.

Más aún, el derecho que se enseña en la mayor parte de las universidades aún es ajeno a estas novedades. La profesión de los abogados cambiará radicalmente, pero los que ya han sido formados tendrán que actualizarse.

No ha de ser difícil para el lector imaginar lo que esto implica en términos de inversión y tiempo hasta conseguir una clase profesional distinta, capaz de entender el nuevo contexto y el enorme giro conceptual, jurídico, político y social que estas reformas implican.


Si en el caso de los abogados el problema es relevante, en el de los jueces y magistrados lo es aún más. En su enorme mayoría han sido formados en el sistema inquisitorial y han impartido justicia desde el paradigma superado (e invertido en 2011) de un Estado que concede derechos y garantías, no de uno que los reconoce como innatos.

De ahí que la actualización de jueces y magistrados, secretarios de estudio y cuenta, actuarios, oficiales de procuradurías y fiscalías sea un asunto de primer orden.

No se puede esperar a que haya nuevas generaciones de abogados para que la justicia llegue a la gente.
El atraso comparativo del país en relación con el mundo desarrollado se origina en gran medida en mentalidades de raigambre feudal: patrimonialismo, autoritarismo, racismo, intolerancia, irrespeto de la ley, desprecio por los demás, preferencias por la desigualdad, entre otras.

La impersonalidad de las normas y la igualdad de condiciones para el acceso a los bienes públicos no han sido parte de nuestra tradición. Pero los cambios jurídicos y políticos que están teniendo lugar pertenecen a esta estirpe, por consiguiente son una novedad.

El problema para su institucionalización es, precisamente, el choque entre lo viejo y lo nuevo. No está claro qué resultará de esta colisión; si se impondrá una nueva racionalidad de corte moderno o si ésta quedará subordinada a las tradiciones en el ejercicio del poder.

En todo caso, las reformas logradas y las que están en puerta ofrecen la oportunidad de un salto histórico. A ver si somos capaces de cruzar el Rubicón.

 

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