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Adiós, José María

lunes, 3 de junio de 2013
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Tras la muerte, las cuentas. No con el difunto. Las cuentas son con uno mismo y con el derredor del muerto: de su entorno, de sus tiempos, de los círculos que fraguó en vida, y de una innumerable serie de recuerdos donde las palabras fungían como simiente, la amistad como guía y el tiempo transcurrido como referencia para acomodar y acomodarse.


La muerte evoca. Habla. Nos regresa. El cadáver lo exige. Muchas cuentas inician cuando “algo”, palabras, telefonemas, lecturas, estetoscopios, enfermedades de los progenitores y otras “cosas” vinculan a dos personas gracias al universo demarcado entre las comillas de algo y las comillas de cosas.

Con José María Pérez Gay los “algo” y las “cosas” eran múltiples. Eran él, su persona, su tiempo, su cordialidad y el encuentro inicial, en 1991, con un escritor dispuesto a dialogar conmigo, una persona desconocida, sobre “El imperio perdido”, su libro, que pronto convertí en mío.


Uno se apropia de los libros y los hace suyos cuando entre las páginas abundan notas, recortes de periódicos, boletos de algún metro, palabras no escritas, e incluso, como sucede con “El imperio perdido”, con una hoja seca.

Esa apropiación se enriquece cuando al abrir y reabrir el libro, para buscar, en las páginas frontales, las pegatinas engomadas con los números que conducen a notas sobre Gershom Sholem y su mirada sobre las corrientes de la mística judía, sobre el primer pogrom en Viena, en 1938, sobre James Joyce y su mediación para conseguirle una visa a Hermann Broch, quien buscaba huir de la Austria nazificada, y un larguísimo etcétera a juzgar por las marcas de mis lápices.

Fue en 1991 cuando leí “El imperio perdido”.
Su lectura me impactó y me invitó a leer literatura austriaca. La invitación se convirtió en un reto.

En ese año empecé a escribir en “La Jornada”. Acríticamente —no soy crítico literario— dediqué dos columnas al libro, y, con hambre, busqué a José María Pérez Gay, quien, sin reparo, me citó para charlar sobre su libro.

Esa cita afortunada fue el inicio de incontables encuentros con él y con su mundo: literatura, México, Canal 22, padres, hermanos, sobrinos, cuñados, hijos, y con Lilia, su esposa.

El día siguiente de la muerte de José María, comenté, con Rafael, su hermano, acerca de mi relación con su familia. “Mi vínculo médico y amistoso, le dije, hacia los Pérez Gay es único: me ha tocado atenderlos en muchas enfermedades y en muchas muertes, y, además, he tenido el privilegio de acompañarlos”.


Y sí, en muchas alegrías, y en muchas muertes. Ahora en la de Chema, ese ser generoso, amigo, erudito, conversador, hijo presente en las enfermedades y en las muertes de sus padres, orador como ninguno, dueño de una gran sonrisa.

Pérez Gay se fue despacio y difícil. Los destrozos producidos por la enfermedad que lo llevó a la tumba fueron crueles. Pérez Gay se fue temprano.

Se llevó muchos fragmentos de las personas que de una u otra forma lo queríamos y admirábamos.
Escribí en la primera línea de esta mínima elegía, “tras la muerte, las cuentas”.

Quienes tuvimos la suerte de rondar en torno a su persona sabemos que es imposible saldarlas, tanto por lo que de él obtuvimos como por lo que no dimos.

Su muerte temprana duele. Se lleva una agenda rica, una agenda donde él y sus contertulios tejían pláticas, transformándolas, ora en escritura, ora en palabras, siempre en amistad.

Su afán por saber y su apego hacia la vida —amistad es buen término— se entremezclaban y conformaban un tejido liado con fuerza, con afecto y cariño, y con el tiempo sin prisa de las llamadas telefónicas.


Disfruté de Pérez Gay sus artículos periodísticos, sus magnas traducciones y prólogos, “Job”, de Joseph Roth a la cabeza, así como la mayoría de sus libros.

Subrayé, además de “El imperio perdido”, “La profecía de la memoria”. “Ensayos alemanes”, “Tu nombre en el silencio” y “La supremacía de los abismos”.

Junto con su pluma gocé sus palabras y admiré su inteligencia. Hablar con él y escuchar algunos párrafos de sus escritos y después compartirle unas líneas de mis textos fue uno de los grandes regalos que la vida me ha deparado.


Incontables ocasiones he dicho que nadie leía y hablaba en público como lo hacía José María. Tuve suerte. Presentó dos libros míos.

Su lectura me acribilló. Algunas lágrimas me acompañaron. Así me vio cuando lo abracé al final. Así lo vivieron algunos pacientes y amigos; en éstos días he recibido algunos correos y llamadas, “lamento la muerte de tu amigo Pérez Gay”.


El espacio enjuto impide escribir más. Su muerte temprana escuece. Hay interlocutores irremplazables. Él era uno. Su partida a destiempo duele.

Queda un consuelo, una idea. José María sólo tendrá que saldar una cuenta. Alguna vez leí que los muertos pueden colaborar ayudando a los moribundos a morir.

Alguna vez escribí: “mirar hacia el pasado, aunque duela, permite habitar el presente”. En ambos escenarios vive Chema. Lilia, esposa y compañera, Rafael, hermano y compañero, así como sus hijos, hermanos, amigos y sobrinos, lo sabemos.

 

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Arnoldo Kraus

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