Carlos Castresana

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Paraísos fiscales: el agujero negro

lunes, 3 de junio de 2013
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En la Unión Europea se vienen denunciando cada vez con más firmeza las maniobras de ingeniería financiera de las multinacionales americanas, tales como Apple o Starbucks, que obtienen grandes beneficios en los países de la Unión, pero apenas pagan impuestos porque sitúan artificialmente las filiales a las que imputan sus beneficios en territorios fiscalmente privilegiados.

Es el caso también de Google, que declara todas sus ganancias europeas, cualquiera que sea el país en el que las haya obtenido, en su filial de Irlanda, donde el impuesto de sociedades es muy bajo.


De esta manera, las grandes corporaciones pagan muy pocos impuestos, y dejan a los gobiernos sin recursos para atender los servicios públicos y las necesidades esenciales de la mayoría de los ciudadanos; pero además, hacen una competencia marcadamente desleal a las empresas locales: por esa razón, los libreros británicos acaban de demandar en los tribunales a Amazon, que les está arruinando, pero no porque ofrezca mejores productos, sino porque, al no tener apenas costo fiscal, puede vender mucho más barato.


Estos problemas no son nada comparados con los causados por los paraísos fiscales en sentido estricto: territorios donde la opacidad y el secreto bancario son completos, y cuyas autoridades se niegan a colaborar con las investigaciones judiciales de otros países.


Los gobiernos y las entidades financieras más importantes del mundo se han venido sirviendo de Suiza, Gibraltar, Liechtenstein, las Islas Caimán, las Antillas holandesas o las Islas Vírgenes durante demasiado tiempo.

En todos esos territorios tienen oficinas los bancos más respetables. Algunos de ellos tienen domiciliadas más empresas que personas. Tener el dinero en esos lugares donde la justicia no llega ha permitido amasar grandes fortunas.

Sin embargo, la criatura se ha escapado al control de sus creadores. Su funcionamiento amenaza ya no sólo la recaudación de recursos públicos, sino la gobernabilidad misma de los Estados.


Esos paraísos, como antaño las islas secretas de los piratas, guardan hoy los anhelados tesoros del siglo XXI: lo mismo el dinero del narcotráfico o la corrupción política, que el de los evasores fiscales; igual gestionan el cobro de los rescates de secuestros, que albergan los fondos de los grupos terroristas; canalizan el tráfico de armas, municiones, personas, oro, diamantes y tantos otros recursos naturales.


Y el negocio crece: 33 de las 35 empresas españolas más importantes tienen representación y actividad en esos paraísos fiscales, y su presencia ha aumentado con la crisis.


Un solo empleado de HSBC, Hervé Falciani, escapó de Suiza con los datos de 130 mil cuentas ocultas del banco y terminó facilitando esa información a las autoridades de diferentes países.

España acaba de denegar su extradición a Suiza para que colabore en las pesquisas seguidas contra los defraudadores. Francia ha abierto otra gran investigación.

Estados Unidos le ha impuesto a HSBC una multa de mil 256 millones de dólares.
No es suficiente: según Tax Justice Network, una cuarta parte de la riqueza mundial se refugia en los paraísos fiscales.

Las multas, por abultadas que sean, no van a cambiar esa realidad, porque los beneficios son mucho mayores. La opinión pública tiene que tomar conciencia y exigir de los gobiernos medidas mucho más radicales.

Habría que ahogar financieramente a esos territorios, prohibiendo a las empresas operar allí o tramitar transferencias desde o hacia ellos; o podrían, al menos, gravarse esas transacciones con tasas que resulten disuasorias.

¿Existirá la voluntad política necesaria? Podemos dudarlo: buena parte de las cuentas de la lista de Falciani guardaban los ahorros de políticos con cargos importantes en los gobiernos europeos, y también los de sus partidos.

 

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