Condominio Horizontal

Por Priapo

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Sopor de primavera

jueves, 24 de abril de 2014
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EL UNIVERSAL

Una vez que han pasado todos los prodigios del circo y que los artistas empacaron sus cosas y se fueron del Condominio Horizontal en una larga caravana de remolques, una tristeza y un sopor nunca antes vistos se adueñaron del fraccionamiento.


El fin de la temporada de circo coincidió con una tremenda ola de calor, la caída de la economía, las vacaciones de Semana Santa y un corte en el suministro de agua.


El Condominio lucía desierto. Algunas pocas personas salían, en chanclas y sin ganas de hacer nada.
Gordo García, el contador adicto a los videojuegos y a las películas de robots, fue el único capaz de tener una idea.

Como había ideado la manera de que su bomba de agua funcionara con un suministro independiente de electricidad, era el único vecino del condominio que tenía agua corriente en su casa.


Así que, desfallecido de calor, infló una pequeña alberca que le regaló su mamá hacía diez años, con dibujitos de delfines y cangrejos, la sacó a su jardín delantero, la llenó de agua y se metió sin más ropa que unas bermudas.


Y se quedó ahí, con el cuerpo ocupando casi toda la superficie de la mini alberca inflable. Cerró los ojos. No imaginaba que medio centenar de ojos miraban, detrás de sus ventanas, esa alberquita, con una envidia feroz y con tremendas ganas de quitar a Gordo García de ahí.


La primera que formuló un plan fue Georgina Palartes, una mujer que vivía sola con sus 19 gatos. No era hermosa, pero tampoco fea. Tenía unas hermosas piernas de gimnasta y unos senos picuditos que se le pegaban en la ropa.

Lo que era difícil de juzgar era su cara, siempre oculta por unos mechones de cabello. Nadie sabía nada de ella.
Sólo había algo que Georgina no soportaba: el calor, y fue por esa desesperación que decidió salir de la casa y acercarse a la alberca de Gordo García.


—Oye, ¿me puedo meter a tu alberca un ratito? —le preguntó. La panza pálida de Gordo sobresalía en la superficie del agua.

Él no supo qué contestar. No hablaba con una mujer que no fuera su propia madre desde que salió de la preparatoria.
—No cabes —le contestó Gordo, con brusquedad.


Georgina tampoco había cruzado palabra con nadie en años y no se dio cuenta de la grosera respuesta del sujeto.
—Hazte a un lado, no seas así —le dijo ella.

Los 19 gatos de Georgina se habían salido de la casa y rodeaban ya la ridícula piscina infantil de Gordo García.
—Bueno, métete —dijo él y se incorporó un poco, para dejar un espacio.


El espectáculo era asombroso. Los dos habitantes más anónimos del condominio, los únicos que llevaban años y años sin actividad sexual y que vivían ajenos a todo el ajetreo que a diario se vivía aquí, de pronto se volvieron el centro de atención.

Los dos metidos en una alberca de hule para niños, mirándose sin saber qué decirse.
El agua hizo que la ropa de Georgina se le pegara al cuerpo y, sobre todo, que los mechones de cabello dejaran libre la contemplación de su rostro.


A Gordo García le pareció la mujer más hermosa del mundo acuático y terrestre. Sin poder evitarlo, una marcada erección se le notó en las bermudas.


—Ya se te paró —le dijo ella, muy seria.
—Es que me gustas —dijo él tropezando las palabras, tartamudeando.
—¿Me quieres hacer el amor? —dijo ella.


Los dos hablaban sin emoción, sin pensar realmente lo que decían, sin tratar de quedar bien o mal. Simplemente decían lo primero que les pasaba por la cabeza.


—La verdad, sí —dijo Gordo.
—Yo también —dijo ella y salpicó agua hacia afuera para ahuyentar a sus gatos, que ya se acercaban para beber.


Georgina se quitó sus shorts y se quedó sólo con la camiseta mojada. Su sexo moreno estaba húmedo. Gordo también se desnudó.

Ella abrió las piernas y se sentó sobre él, con la mano acomodó los sexos y entonces sintió cómo la penetraba el dulce miembro de su vecino.


No gritó, sólo cerró los ojos.
Tampoco Gordo hizo nada. Apretó la boca, sujetó, con sus manos arrugadas por el agua, el trasero pequeño y redondo de Georgina, lo acarició y luego la penetró hasta el fondo de ella para llegar hasta el último rincón.


—Tócame las tetas, tócamelas —dijo ella con urgencia, mientras se balanceaba y movía sus caderas al ritmo del chapoteadero.


Gordo García tocó y acarició los pezones de Georgina como si fueran una deliciosa pulpa de tamarindo. Y ahí, metidos en su ridícula alberca, siguieron haciendo el amor hasta que se metió el sol.


Esa tarde, la humedad de Gordo y Georgina, fue la única frescura que pasó por el Condominio Horizontal.






EL UNIVERSAL

 

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