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En realidad, “el tiempo mínimo que hay que dedicar a esta primera toma del día debería oscilar entre los 20 y 30 minutos, y ¡hablamos de desayunar y no de engullir!” enfatiza.
“Invirtiendo menos tiempo estamos inculcando a nuestros hijos la ansiedad hacia la comida, y no el disfrute; estamos perdiendo un momento clave de corta reunión familiar, donde los padres pueden prestar interés real por los quehaceres diarios de sus niños”, señala.
Una opción muy recomendada para evitar las prisas por la mañanas sería que los menores se acostaran antes por la noche, y otra forma de remediarlas es dejar todo preparado el día anterior, invirtiendo menos en la elaboración y más en la ingesta y conversación.
Por otra parte, los niños necesitan dormir entre diez y doce horas al día. Si los menores no realizan cenas pesadas el día anterior, se levantarán con más ganas de comer.
Otra forma de despertar el apetito infantil a horas tempranas es comenzar con líquidos (zumos, leche) y luego pasar a la comida sólida (bocaditos, cereales, piezas de fruta entera).
Un desayuno ha de ser equilibrado, personalizado en cuanto al peso y la actividad física que ejerce el niño a diario, y completo, incluyendo los tres macronutrientes: proteínas, hidratos de carbono y grasas.
"Lo único que debería cambiar por la edad, sería la cantidad del desayuno, pero no su composición", matiza.
“Un desayuno perfecto debería incluir las proteínas en forma de fiambre bajo en grasa o un lácteo desnatado; una opción de cereales integrales, que proporcionarán una fuente de energía estable y duradera o cereales integrales sin azúcar añadido; y una opción grasa alta en Omega 3, como frutos secos o aceite de oliva.
Añadir una pieza de fruta sería sobresaliente”, destaca.
La tostada integral con tomate triturado, aceite de oliva y jamón york, o pavo o jamón serrano, supera con creces nutricionalmente al bollo (pastel o bizcocho) de chocolate.