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“En prisión me infecté de VIH y conocí el infierno”

Aquella noche Itzel mataría a Ernesto, su pareja. Le cosería el pecho con 40 puñaladas a ese taxista que, aunque tenía esposa y dos hijas
viernes, 29 de julio de 2016
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QUERÉTARO, Qro., julio 29 (EL UNIVERSAL).- Aquella noche Itzel mataría a Ernesto, su pareja. Le cosería el pecho con 40 puñaladas a ese taxista que, aunque tenía esposa y dos hijas, también vivía junto a ella desde hace ocho años.

Lo asesinaría porque, a pesar de no ser transexual como ella, y decirse muy macho, la engañaba con otro hombre.
Eran las 23:00 horas de un viernes de junio de 2007.

Itzel estaba parada esperando cliente. Lucía un diminuto vestido blanco que dejaba entrever sus pechos crecidos a fuerza de hormonas y sus nalgas moldeadas con biopolímero.

Al lado se hallaba su compañera transexual sexoservidora Lupita que, una vez más, le dijo:
—No seas pendeja, tu marido anda con un hombre.
—Cállate —le espetó Itzel creyendo que, seguido, le repetía lo mismo ansiando separarla de Ernesto.
—Si quieres te llevo para que abras los ojos.
—Vamos, pero si no es cierto te doy una madriza.
Lupita aceptó y, al instante, abordaron un taxi.

Al arribar a su destino vieron estacionado el Tsuru de Ernesto. Itzel le pidió a su amiga que se fuera, abrió sigilosamente la puerta del departamento que rentaban y, al entrar a la recámara, encontró a su pareja desnuda recibiendo estocadas sexuales de otro hombre.
La ignoraron y siguieron su ritual erótico.

Itzel salió llorando a pararse de nuevo en la Zaragoza. Intentó trabajar, pero no pudo: se sentía humillada, traicionada. De ahí que mejor fuera a comprar crack, cigarros y una botella de anís, que empezó a beber desesperadamente.
Al regresar a su departamento, Ernesto ya no estaba.

Lo esperó en la sala al tiempo que, con cada bocanada de crack y cigarro, revivía la infidelidad. A las tres de la madrugada al fin volvió su pareja, quien, al observarla, le preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Ven, dame un beso.
Cuando Ernesto se acercó a besarla, Itzel le sumergió un cuchillo en el pecho.

Luego se le abalanzó y, poseída por una mezcla de amor, odio y satisfacción, comenzó a descargarle 39 puñaladas más mientras toda se teñía de rojo.

Entre lágrimas presenciaba cómo, a los 36 años de edad, se apagaban aquellos ojos enmarcados por amplias pestañas que la habían cautivado tanto.
Transcurridos 15 minutos, subió el cadáver de Ernesto al Tsuru y condujo rumbo a la Agencia 44 del Ministerio Público.

Al llegar caminó hacia el encargado de turno, quien no pudo ocultar su sorpresa al verla ensangrentada.
—Acabo de matar a un hombre —le dijo Itzel—.

Está afuera en un auto blanco. Tenga las llaves y el cuchillo.
Una vez corroborado el hecho, la metieron sola a un separo. Si bien la mayoría de policías le guardaba cierto respeto por entregarse, en algún momento un judicial fue a golpearla.

No únicamente le propinó violentos puñetazos, patadas y cachazos de pistola, sino que la ofendió a causa de su preferencia sexual y le escupió la cara.
Itzel soportó en silencio porque pensaba que lo merecía.

Esa fue una prueba de lo que viviría, durante ocho años, al ser trasladada a Santa Martha Acatitla, donde se infectó de VIH y, asegura, conoció el infierno.
–Vida oculta.
Itzel nació en Querétaro en 1973, pero su infancia transcurrió en Chiapas.

Tiene cinco hermanos: cuatro mujeres y un varón.
Desde los seis años se sentía en un cuerpo equivocado, por eso actuaba muy femenina: a escondidas se ponía brasieres rellenos de esponja y su primera experiencia sexual fue en segundo de primaria con un soldado de 23 años.
Pese a que en la escuela advertían su inclinación sexual, nunca fue agredida y sus compañeros la querían mucho.

Sin embargo, en casa sus padres la regañaban y le pegaban por “retorcido”. De hecho, intentaron obligarla a tener novia para hacerla “cabrón”.

Eso la deprimía.
Dicha situación la orilló a los 13 años a huir de casa. Aquel día pidió un “ride” a un trailero, quien, a cambio de sexo, la llevó hasta la Ciudad de México.

Al llegar durmió en la calle, comió desperdicios y, para sobrevivir, empezó a dedicarse al sexoservicio.
Su nuevo empleo le brindó los ingresos para hacerse de pechos y amplias nalgas.

Aquel cambio le permitió ganar, a los 23 años, el segundo lugar del concurso de belleza transexual Rostros de los 90 Hot Love Estado de México.

Esa distinción le ayudó a sentirse a gusto con su cuerpo.
Alistó una foto de la premiación y, luego de 10 años de ausencia, resolvió visitar a sus papás.

Deseaba que al fin la aceptaran. Sus familiares quedaron estupefactos con su transformación. Una de sus hermanas la abrazó y felicitó por su reconocimiento, pero sus padres continuaron rechazándola.
Actualmente ve poco a sus padres, pues no está dispuesta a que le vuelvan a arrebatar lo que tanto le ha costado: la seguridad en sí misma.
–Vida diaria.
La observo atentamente.

Itzel está en su cuarto maquillándose junto a su perra. Se esmera en cubrir no sólo la herida en su frente derivada de un puñetazo con un anillo que, ocho días antes, le propinó un transeúnte; sino también la cicatriz en una mejilla que, hace cinco meses, le generó un sujeto con una botella al salir de un bar.

Ambas agresiones, afirma, por ser transexual.
A su alrededor hay un enorme carrete de cable eléctrico que funge de mesa, ropa sucia, restos de comida e imágenes tanto de Cristo como de la Santa Muerte.

La puerta de su habitación es un colchón, a la ventana sin vidrio la tapa una cobija, el piso es de tierra y, en el techo desgastado, asoman algunas varillas.
Itzel, quien es delgada, morena y de corto cabello ondulado, ya terminó de arreglarse.

Porta blusa sin mangas, pantalón ajustado y botas. Ahora sí: prende un incienso a la Santa Muerte y, antes de irnos, se despide de sus amigas Zuleima, Karen y Paulette, que rentan en la misma casa.
Son las 20:30 horas de un miércoles de abril.

Al arribar a la calzada Ignacio Zaragoza, donde Itzel trabaja desde hace 22 años, advertimos que las demás sexoservidoras transexuales no han llegado.

Nos sentamos en el estacionamiento de un Soriana a conversar sobre su experiencia en prisión.
—¿Recibiste un trato digno de las autoridades penitenciarias?
—Jamás.

Me gritaban, golpeaban y humillaban por ser transexual. Sólo mi psicólogo y abogado de oficio me trataron bien. Cuando llegué al penal los custodios me raparon, desnudaron, nalguearon, apretaron los senos y, burlándose, decían: “Eres niña con pito”.

Además, el tiempo que estuve presa varias veces me violaron y obligaron a hacerles sexo oral.
—¿En las cárceles existen las condiciones adecuadas para albergar transexuales?
—Donde yo estuve, no. Faltaba generar sanitarios, regaderas y, en general, una zona exclusiva de homosexuales.

Lo cual daría privacidad para que otros internos no nos ofendan, agredan, amenacen o violen.
—¿Cómo suele ser la relación entre la comunidad transexual?
—Aunque al llegar nos ayudamos, también hay envidia por ropa, maquillaje, parejas o quién es más atractiva.

Esto provoca discusiones y golpes.
—Se dice que muchas transexuales son obligadas a prostituirse…
—Sí, adentro hay personas muy pesadas que te ordenan meterte con quienes les pagan por nuestro servicio.
—¿Ustedes qué ganan a cambio?
—Sólo protección para no ser molestadas.

Pero no nos dan ni un peso.
—¿Y si se niegan a colaborar?
—Te pegan, pican o traen de encargo. Y como les sueltan dinero a custodios y comandante, pueden hacer lo que quieran.
Itzel estuvo ocho años en la cárcel y tras mantener una buena conducta, obtuvo su libertad.

Ahora, a lo largo de la calzada, va saludando a sus compañeras transexuales.
—Me volví mañosa desde los 20 años —me dice en algún momento—.

Aprendí viendo a las demás compañeras. Por eso varias caen a prisión.
—¿A dónde van a parar las cosas que obtienes?
—Las guardo y, cuando no tengo dinero, las vendo.
—¿Qué es aquello de más valor que has conseguido?
—Hace nueve años subí a una camioneta por un servicio de 400 pesos y, al bajar, descubrí que traía 20 mil en una bolsa negra que agarré.
—¿Te han sorprendido hurtándolos?
—Sí.

Y me han golpeado, intentado atropellar o hasta balaceado, pero gracias a Dios no me han dado. Igual me han mandado a los separos, donde pago rápido para salir y no me lleven al penal.
Mi reloj marca la 1:30 horas. Me voy para no ahuyentar a los clientes.

El Universal

 

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