Eugenio Anguiano

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México en un mundo económico turbulento

martes, 29 de noviembre de 2011
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En esa transición nos acompañaron la mayoría de los países en desarrollo, en particular los del Continente Americano, para quienes los años 80 fueron una década perdida para el progreso.

Esa dolorosa experiencia, más la prevalencia en Estados Unidos y Gran Bretaña de políticas neoliberales, influyó para que en Latinoamérica se adoptaran medidas tendentes a reducir la presencia del Estado en la actividad económica interna, al tiempo que ésta se abría a exterior.

En México, la privatización y apertura comercial y financiera alcanzó los niveles comparativamente más altos de la región, y su principal fruto fue el que nuestro país se convirtiera en el periodo 1990-2001 en el segundo más rápido exportador del mundo, con un incremento acumulado de 289% de sus ventas al exterior para esos años, superado únicamente por China, cuyas exportaciones aumentaron 329%.

Evidentemente, esta explosión exportadora fue ayudada por la entrada en vigor en 1994 del TLCAN, pero su impacto en la economía nacional fue limitado.

En la década de 1991 a 2000, el PIB real de México creció a una tasa media de 3.3%, según datos del FMI, igual al promedio de América Latina y el Caribe, pero muy inferior a nuestras aspiraciones de acortar la brecha que nos separa de los economías avanzadas.

Por ejemplo, en esos mismos años las economías en desarrollo de Asia crecieron a una tasa media anual real de 7.4%. Los dos últimos gobiernos del PRI del siglo XX cambiaron la estrategia de crecimiento hacia una economía de mercado y más abierta a las corrientes comerciales y financieras mundiales; ello dentro de una oleada de liberalización y eliminación de controles financieros internos en los países del centro económico mundial.

Tal desregulación de mercados la inició en Estados Unidos el gobierno republicano de Ronald Reagan y, con algunos altibajos, la continuaron las demás administraciones, incluida la demócrata de Bill Clinton, hasta el estallido de la crisis financiera de 2008, la que ha derivado en una prolongada contracción de la economía global, a la que se denomina “Gran Recesión”, para diferenciarla de la Gran Depresión de 1929-1933.

Este estrepitoso tropiezo del capitalismo financiero estuvo precedido de ciclos de auge y caída de los negocios en Estados Unidos, Japón y otras economías desarrolladas, que aunque no alcanzaron los abismos de 2008-2009, fueron el preámbulo del reventón largamente esperado de las burbujas especulativas que se formaron entre 2001 y 2007, propiciadas por la desregulación a ultranza.

La volatilidad financiera de esos años condujo a una crisis bancaria sistémica que causó una caída de la economía mundial sin paralelo desde la Segunda Guerra Mundial, y la recuperación que le siguió parece agotada al comenzar el último trimestre de 2011; en su lugar, aparece de nuevo el fantasma de otra recesión, particularmente en la zona del euro.

El problema actual es que los gobiernos de las economías desarrolladas tienen casi agotadas las posibilidades políticas y reales de echar mano de instrumentos monetarios y fiscales proactivos para evitar otra contracción económica.

Esto sin olvidar que la breve y tenue recuperación se dio con altos niveles de desempleo en los países ricos y una débil demanda interna de sus familias.

En lo que llevamos del siglo XXI, México ha estado gobernado en México por el PAN, que por su ideario, y por comodidad, ha perseverado en la doctrina neoliberal y en la política de mantener la estabilidad monetaria y financiera por sobre todas las cosas, al igual que lo hicieran las dos últimas administraciones priistas.

Los resultados en cuanto a crecimiento han sido desastrosos: en el periodo 2001-2010 el PIB “creció” a una tasa media anual de 1.8%, la mitad del crecimiento promedio de ALyC y del crecimiento mexicano de 1991-2000.

¡Durante los últimos diez años el PIB por habitante ha estado estancado en México! Lo malo es que las autoridades económicas y el mismo presidente de la República siguen diciendo que México crece y su fortaleza financiera es elogiada en el mundo, por tanto no ven necesidad alguna en aumentar el déficit fiscal para contrarrestar el efecto nocivo de la desaceleración económica de EE UU y otras economías desarrolladas.

Insistir en la estabilidad aunque genere inanición económica es un enorme despropósito en el mundo turbulento de nuestros días.

 

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