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El estrés de vivir atorados

jueves, 15 de diciembre de 2011
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Aquella decisión le costó quedar en ridículo. Cuando se dio cuenta, estaba en el lugar menos indicado y todos los ojos, hasta de los más desesperados por el caos de las tres de la tarde en la capital, lo miraron con extrañeza y una pizca de burla.

Detrás del volante de su automóvil de último modelo, en donde viajaba él, él y sólo él con su estrés, aquel sujeto quiso desaparecer.

El oficial de tránsito, a punto del desquicio, se acercó enojado. Un ciclista y varios peatones lo encararon y anotaron el número de sus placas.

Se sonrojó. Bajó la mirada y retrocedió obligado. Ya no había nada qué hacer. Hasta él se sorprendió de haberse subido a la banqueta con su automóvil para escapar del embotellamiento.

Al parecer es bastante frustrante vivir atorados en el tránsito de la ciudad de México. Detrás de cada parabrisas, los rostros de los capitalinos son una colección de gestos retocados por la desesperación de quien quiere escapar... pero sin abandonar el auto.

Imaginan que el DF, la urbe de más de cuatro millones y medio de vehículos particulares, será esa que dibujan en la engañosa publicidad: sin tránsito, sin obstáculos y donde los autos aceleran en menos de diez segundos.

Los ojos de ellos, los atorados, los desesperados, se alteran cuando frente a sí, una mole de láminas se acumulan en las calles conforme pasan los minutos.

Sus puños se encrispan sobre el volante. Y gritan. Vociferan. Los motores rugen. Las bocinas de los autos aúllan, como si con los alaridos metálicos el congestionamiento fuera a solucionarse.

Las mujeres de peinados extravagantes gritan y los hombres de camisa y corbata lanzan groseríascontra los oficiales de tránsito de uniforme fosforescente.

No entienden que no hay paso para ellos. En las calles cercanas al Centro Histórico de la ciudad, los embotellamientos son pan de todos los días.

Marchas, bloqueos, cierres, obras, horas pico, calles estrechas. Todo se acumula en contra de los automovilistas. El estrés impera en la capital. Ayer, una marcha en el Eje Central, protagonizada por un puñado de muchachos inconformes por la muerte a tiros de dos estudiantes normalistas en el municipio de Ayotzinapa, en Guerrero, desquició en un tris al centro de la ciudad.

El Eje Central, Juárez, la calle de Independencia, Reforma y otras vialidades cercanas se convirtieron en una pista de carritos chocones, mientras en la esquina de 5 de Mayo y Lázaro Cárdenas, los jovencitos sostenían pancartas y caminaban entre mantas pintadas de negro y rojo, al tiempo que lanzaban tradicionales consignas de luchas estudiantiles.

Los trolebuses, sin gente, se aventaron en reversa y los automóviles se convirtieron en ratones buscando la manera más corta de escapar de la prisa.

Con torpeza, circulaban en sentido contrario contra las débiles negativas de los oficiales de tránsito, que sentían caer sobre ellos la avalancha creciente de mentadas de madre.

Pero se encontraban de frente con otra multitud de automovilistas desesperados. Y giraban para el mismo lado. Aceleraban, frenaban. Se estorbaban los unos a los otros.

No llegaban a ningún lado. Según datos del año pasado, las marchas en el DF dejan pérdidas de hasta 320 millones de pesos a los comercios del centro de la ciudad y los congestionamientos viales en la capital absorben a los capitalinos cuatro horas al día de sus ocupadas vidas, o sea, cinco años de su existencia.

Pero en medio de la viscosidad del congestionamiento de ayer, hubo quienes con una sonrisa dibujada en la boca, no demoraron para llegar a sus citas. Ese gesto alegre en los rostros sólo escondía un poco de ironía.

Entre las láminas atoradas circularon uno, dos, tres, cinco, diez bicicletas. Ágiles como barquito de papel que libra las piedras de los ríos, los ciclistas aprovecharon esos huequitos entre autos.

Sin tardanzas, sin conflictos y sin estrés, hombres y mujeres oficinistas, mensajeros, estudiantes y trabajadores de todo tipo libraron el tapón, evitaron corajes y disfrutaron las fachadas de los antiguos edificios del Centro Histórico, que desde adentro de una lámina estorbosa no se ven.

Uno de esos ciclistas sonrientes, de los que cada vez hay más en nuestra congestionada ciudad, fue el que se detuvo frente a la camioneta blanca del hombre que se subió a la banqueta y con toda la indignación posible, también gritó al policía: “¡Ya, infracciónalo!”, pero el tímido oficial, asustado por los gritos, no tenía con qué.

 

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Rafael Montes