Agencia/Reforma
Por cortesía de Harper Collins se publica el primer capítulo de la novela 'Un corazón extraviado', de la regiomontana María de Alva, en la que rescata del olvido al poeta español Pedro Garfias.
FANTASMAS
Me interesé primero por la antigua Librería Cosmos cuando Daniel me envió una foto por correo electrónico del antiguo local convertido en un Kentucky Fried Chicken.
Pero quizá no sea cierto. Tal vez tenga que ver con una época más remota de mi vida, cuando me contaron que ahí habitaba un poeta fantasma.
No lo sé de cierto, hace tanto que igual lo he olvidado.
La librería siempre estaba en penumbra; en ella pasaba las horas avistando libros. Tenía un regusto a aire viejo y polvo. La estantería de madera olía a polilla; el aserrín que iban dejando las termitas me hacía estornudar.
A veces un ruido seco en el silencio de la tarde a la hora de la siesta, un murmullo de voces distantes sobrevolando el aire, un trastabille de pasos o un bramido desconocido al anochecer, me hacían cerrar un libro de golpe, asustada.
- Es el fantasma de Pedro Garfias que habita el tercer piso
- me confió en una ocasión el empleado que me ayudaba a buscar libros cuando notó mi desconcierto.
- ¿Cómo dice?
- Fue un poeta español, ya murió. Está enterrado en el Panteón del Carmen. Cuando llegué a trabajar aquí hace poco más de veinte años, aún alcancé a verlo.
Vivía allá arriba en una buhardilla. Siempre estaba aquí, en la librería con don Alfredo -me dijo apuntando con el dedo a un viejecito pequeño y delgado como un gnomo, cuyos lentecitos de abuelo Geppetto corrían por su nariz.
Era tan diminuto que de pronto pensé que desaparecería bajo un librero del fondo y no podría ya dar con él nunca, sin tener la posibilidad jamás de preguntarle por el espectro del poeta.
- ¿Aquí había un poeta?
- Sí, allá arriba se quedaba a veces durante días, escondido en esos cuartos. Nunca he subido, pero supongo que ahí siguen sus cosas.
Don Alfredo se lo permitía. Lo dejaba quedarse ahí leyendo o escribiendo, vaya uno a saber qué hacía. Hasta que un día se murió, pero quedaron esos ruidos.
Vidrios rotos, zancadas, sonidos sordos, libros que caen, voces. Nosotros ya ni nos asustamos. Don Alfredo todavía vende sus versos, unos libritos artesanales case- ros.
Dicen que era famoso allá en España.
- ¿Y cómo fue que se vino?
- Los dos se vinieron, también don Alfredo. No juntos, claro. Son de los que llegaron con la guerra ¿sabe? Bueno, unos dicen que Pedro Garfias era famoso, otros que no, que nunca lo fue.
Dicen que fue amigo de los más conocidos artistas de entonces.
Miré hacia la planta baja donde aquel señor de cabeza blanca estaba sentado tras una vitrina al pendiente de los clientes. Entrecerré los ojos para verlo con más claridad porque soy miope y no llevaba mis lentes.
El corredor desde donde estábamos de pie era estrecho y daba la vuelta a toda la librería, con un barandal que resultaba en un enorme balcón abierto que dejaba ver las cabezas de los compradores que estaban en la planta inferior.
Las paredes en ambos pisos estaban cubiertas de libros y había que caminar en derredor de ese gran óvalo geométrico para encontrar los textos.
Llegué a la librería durante mi primer año en la universidad. Probablemente a comprar para Letras clásicas La Odisea, de Homero, o Las siete tragedias, de Sófocles.
Llegué ahí por libros, sí, pero también por la complicidad que dan la amistad, los novios, la universidad. Ese mundo entero que como engranaje preciso va forjando nuestra propia individualidad separada de la de nuestros padres.
En la Librería Cosmos fui yo por primera vez sola, nada más de mí. Un espacio mío y de eso que apenas intuía en que me convertiría en el futuro.
Aunque quizá me equivoco y me interesé primero en la historia de la librería y sus habitantes cuando regresé a la ciudad tras muchos años de vivir fuera y no pude encontrar la dirección.
Fui al centro a comprar un libro y no la hallé. Cómo podía pasarme eso a mí que la recorrí tantas veces durante mis años en la universidad.
Recuerdo que pensé que estaba perdida en plena calle Morelos, que había olvidado su ubicación después de tantos años. Luego fui a Padre Mier, a lo mejor estaba allá.
¿Dónde quedaba? Caminé sin rumbo mirando los locales. Todo se veía diferente, o quizás yo no me acordaba de nada. Pensé que me había equivocado.
Me fui a otras calles, caminé más lejos, con el abrigo encima contra el frío del invierno. Sentí que me extraviaba, que no sabía en realidad a qué dirección iba.
Volteé a lo alto, al día nublado. Un instinto vital me hacía buscar las montañas. Uno siempre busca las montañas cuando está perdido en esta ciudad.
Pero esa tarde no se veían. La neblina no dejaba ver las montañas, nada. Era como si no existieran, como si se hubieran borrado de la faz de la tierra.
Un silencio espectral lo envolvía todo; años y años de erosión continua, un millar de bosques y cañadas desaparecieron en un instante por las nubes bajas del invierno.
Ahí sobre la vía solo había edificios y comercios, coches, transeúntes, carteles de publicidad, vendedores ambulantes y desperdicios callejeros.
Había estacionado el carro en la plaza bajo el Teatro de la Ciudad; debía regresar ya. Hacía ese frío que antecede a la lluvia finita y filosa como hielo.
Caminé contra los paseantes, chocaba con ellos, se me doblaban las rodillas, tropezaba entre los baches, andaba cada vez más rápido y desesperada.
La gente se me que- daba viendo como si fuera una extraña. Se tapaban la boca con las bufandas como si fuera a contagiarlos de algún mal. Sentí que en cualquier momento se me aparecería un perseguidor.
Me comía la neblina, trepaba por mis tobillos, se escondía en mi cabello. Con torpeza intentaba voltear atrás y a la vez caminar, pero más me enredaba con las calles.
Esa librería siempre había estado embrujada. El bosque urbano cada vez más parecía una figuración aterradora. Un miedo primario se instaló en mi vientre, sentí vértigo.
¿Qué me pasaba? Busqué los letreros de las calles sin poder leerlos. ¿En qué dirección corren aquí los coches? Lo había olvidado.
Caminé en el sentido del tráfico solo por hacer algo. Cinco años fuera y no era capaz de reconocer la ciudad. Tras la cuarta esquina por fin me di cuenta de que caminaba en la dirección correcta.
Con gran desasosiego caminé con más decisión hacia la plaza para ir al estacionamiento subterráneo.
Sin aliento llegué a casa donde me encontré con mi madre en la cocina.
- Se me perdió la Cosmos. No la encontré. No sé cómo olvidé dónde está.
- No se te extravió, es que ya no existe. La cerraron -dijo sin voltear a verme, distraída buscando algo en la alacena.
¿No existe?, pensé. Esa era la única posibilidad que no había considerado. Su pérdida era el auténtico cierre absoluto de mi adolescencia.
Mientras estuviera ahí podría recuperarla.
Pero volvamos a la foto. La foto de la Cosmos convertida en Kentucky Fried Chicken. Está tomada por Google Earth, es una foto de la red a la cual se llega por los mapas virtuales.
No la sacó Daniel. A lo mejor se negaba a mirar la Cosmos en vivo convertida en esto y solo le dio clic a una foto de pantalla. No le pregunté.
Pero ahí está, no hay duda. La piedra recortada al estilo art nouveau se vislumbra bajo el plástico. Hay dos motocicletas de reparto de pollo frito estacionadas al frente.
En la parte de arriba se ob-serva una hipotecaria que tiene una manta que cubre casi todo el edificio.
Cuando Daniel me envió la foto habíamos tenido una charla por mensaje sobre la librería, el exilio español en la ciudad, así como los reportajes y libros que había al respecto.
Primero me envió los reportajes que escribió para el diario desde el cierre de la libre- ría, y luego la foto. Me advirtió que no era la más reciente, que ahora la librería era un banco.
Así decíamos: "la Cosmos es ahora tal", como si el nuevo locatario estuviera usurpando al otro, al auténtico, al verdadero en nuestras mentes, y que el tiempo, la ausencia y la falta de dinero habían robado.
Así he puesto que la Cosmos se convirtió en Kentucky Fried Chicken. No me preocupa demasiado, las cosas siempre son como una las vivió; así cambien los nombres de las calles o los parques una no puede nombrarlos de otro modo.
Para nosotros nunca era el nuevo establecimiento de verdad. Eso era como un disfraz y abajo estaba el legítimo, el auténtico, que sin duda era el viejo inmueble habitado por libros y que en el ático superior resguardó a un fantasma en una especie de buhardilla de poeta maldito, un Rimbaud español.
Entonces fue cuando le escribí a Daniel: "Tengo que ir a verla". En mi mente dominaba la imagen de la foto, la librería cerrada convertida en restaurante de pollo frito, en hipotecaria, y al final, como me dijo Daniel, en sucursal bancaria.
Me apresuré para salir de la oficina. Tomé mis llaves y la computadora portátil para ir corriendo al coche. Mi trayecto por la ciudad iba bien hasta que me pasé de la entrada al primer cuadro de la ciudad.
Allí vino el golpe. El choque detuvo todo al instante de forma abrupta. Nunca llegué a la librería.
Esa misma noche me aboqué a leer los reportajes que envió Daniel. La Cosmos no había cerrado cuando regresé a la ciudad, sino dos años después, por lo tanto, sí pude haberme perdido.
Sin embargo, yo recordaba a mamá diciendo que ya no existía, que había cerrado.
Listado de hipótesis posibles:
1. Yo no busqué la Cosmos cuando regresé de los Estados Unidos, sino dos años después.
2. Sí busqué la Cosmos ese invierno, pero no la encontré porque me perdí.
3. Mamá creyó que había cerrado, pero no lo había hecho aún.
4. Estuve en dos ocasiones diferentes buscando la librería sin éxito.
5. Nunca fui a la Cosmos.
Pero tres días después, tras una espera de dos horas aguardando al gerente del banco en el que se había convertido la vieja librería, por fin estaba sentada frente a él, pidiéndole, vaya, suplicando, que me dejara subir a la parte de arriba en la que, según me decía, no había nada, que estaba clausurada.
- No importa, por favor.
- Ay señorita, usted es muy insistente. Bueno, suba un momento con el guardia, verá que no hay más que polvo.
Subimos por una escalerilla de metal negro que, como un gusano, daba vueltas sobre su eje, hasta que por fin llegamos arriba. En efecto, se levantaba mucho polvo y todo estaba en penumbra, alumbrado por una débil bombilla eléctrica que aún funcionaba en el breve pasillo en el que terminaba el ascenso.
Una puerta cerrada a medias nos dejó entrar a una pequeña habitación con una única ventana por la cual se percibía el bullicio de la ciudad, pero dejaba ver las montañas que esta vez no estaban cubiertas de niebla.
Había mucha humedad y cartones rotos, un camastro desvencijado con resortes rotos y enmohecidos, una cómoda vacía y una mesa que tenía un cajón cerrado.
- ¿Me deja abrirlo? -pregunté con corrección.
- Tendrá polilla, ábralo si gusta -contestó el guardia.
La gaveta estaba dura, se había hinchado la madera, pero con trabajos logré correrla a medias. Metí la mano con cierto temor; primero solo sentí papeles resquebrajados.
Sin embargo, al fondo palpé una carpeta que con cierta dificultad pude sacar. Se sentía llena, con muchos folios.
Al retirarla experimenté una cierta emoción al ver aquel cartón duro, forrado en un color morado difuso. La primera hoja fue una decepción.
Era la nota de una cantina: "Lontananza", se leía. Pero tras ella, en una letra pequeña a máquina de escribir y espaciada a dos renglones, había un texto que empezaba con dos versos
Un corazón extraviado será presentado en la Ciudad de México y, el domingo 9 de octubre, a las 20:00 horas, en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, en Cintermex.