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El croissant es un bollo de media luna con harta mantequilla y crujiente textura que ha salido de Francia para, con su sabor, ya sea solo o acompañado de mermeladas, conquistar los paladares de todo el planeta.
Su origen más lejano parece remontarse a 1683, cuando el Imperio Otomano intentó tomar la Ciudad de Viena, que entonces era la capital del Sacro Imperio Románico Germánico.
Los otomanos trataron de cavar unos túneles, pero fueron sorprendidos por los panaderos vieneses quienes dieron la señal de alarma. Por su labor, el emperador Leopoldo I de Habsburgo les permitió elaborar este tipo de pan conocido como "media luna" por su peculiar forma, y también como recuerdo de la que aparece en la bandera otomana.
Posteriormente, esta delicia fue llevada, en el siglo XVIII, de Viena a París por el oficial austriaco August Zang, quien empezó a venderlos en su exitosa pastelería ubicada precisamente en la Ciudad de la Luz.
Allí, recibió el nombre de "croissant", que significa precisamente "creciente" en español.
Su sabor y textura pronto lo volvieron popular en Europa y América, donde recibe varios nombres como "cachito", "cruasán", "medialuna", "cangrejito", "corneto" o "cuernito".
Ya sea solo o acompañado de queso y jamón, dulce de leche, crema pastelera o con mermeladas varias, se ha convertido en un imperdible para los desayunos de medio mundo.
Un buen croissant, según los expertos, se reconoce por su apariencia inflada y uniforme. Su color debe ser dorado tostado y con brillo en la parte superior.
La corteza debe ser crujiente por fuera y esponjosa por dentro y debe desmoronarse a la primera mordida. Debe tener, además, un mínimo de 196 capas de hojaldre para que resulte delicioso en la boca.
También debe hacerse con harina con mucha proteína y buena extensibilidad, y se recomienda usar agua mineral para su elaboración.
En estos días, con los Juegos Olímpicos de París, se espera un gran producción y consumo de estos deliciosos panes que hoy representan a la cocina y cultura francesas.