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Lulu Petite

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Con final feliz

Las Aventuras de Lulu Petite
jueves, 29 de mayo de 2014
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EL UNIVERSAL

Querido diario:
No digas que te quiero nada más porque eres uno de mis clientes recurrentes. No todo lo que importa es que seas cliente, sino cómo me tratas, cómo nos llevamos, lo mucho que sabemos de nuestros gustos, de nuestras vidas, de nuestras cotidianidades.


¿Cuánto tenemos de conocernos? No, cállate, para qué hablar de tiempo si lo nuestro podemos medirlo en recuerdos, en horas cama, en cogidas, pues.

Hemos tenido sexo tantas veces que lo nuestro, si no es noviazgo, ya se le parece. Ya sabemos de qué pie cojeamos, qué nos gusta en la vida y, desde luego, en la cama.


Una de las cosas que disfrutas mucho es un buen masaje. Me lo dejaste claro desde el principio, esas primeras veces que nos vimos. Siempre estás tenso y con la espalda adolorida.

Claro, lo tuyo no son los masajes intensos, dices que para eso vas a un quiropráctico, a tí te gusta simplemente que te acaricie la espalda, que con las yemas de mis dedos o mis uñitas juguetonas te saque el estrés a caricias bien distribuidas, en tu espalda, en tus glúteos, en tu cuello, hombros, piernas y antebrazos.

A veces creo que por eso vas, que el sexo ya lo tienes nada más por compromiso, para no dejar, pero lo tuyo lo tuyo son las caricias previas.
Ya ni siquiera me preguntas.

Apenas nos saludamos con un beso cariñoso, comenzaste a quitarte la ropa y te tumbaste boca abajo en pelotas, callado y con los ojos cerrados, como exigiendo lo tuyo.


Yo también aproveché para sacarme el vestido. Abrí mi bolso y saqué la botellita de aceite con aroma mentolado que me diste específicamente para que la usara cada que me llamaras.

Muy buena para el estrés según tú.
Puse la botellita cerrada en la cama, junto a ti, y me subí con mis rodillas rodeándote la cadera y mi sexo prácticamente en tu trasero.

Hundí mis uñas en tu cabello y apreté suavemente. Me has dicho que así te gusta. Que te acaricie el cabello en seco como si estuviera aplicándole champú y que, de cuando en cuando, apriete los puños para jalar suavemente el cuero cabelludo.


Después te acaricié el lóbulo de tus orejas y el contorno de tu cuello con mis uñas, tal y como te gusta. Te estremeciste. Le quité la tapita al aceite, que tiene un aplicador con atomizador.

Rocié un poco en mi palma izquierda, regresé la botella a la cama, froté las manos y comencé a amasar el aceite por tu espalda desnuda.


—Eso se siente delicioso, dijiste, cerrando los ojos y respirando profundamente. El olor del aceite es potente y, efectivamente, relajante. Apenas comencé a frotar, un intenso olor mentolado se apoderó de la habitación, nada escandaloso o molesto, por el contrario era un aroma refrescante.

Acaricié lentamente tu cuerpo desde el nacimiento de tus hombros hasta la base de tu columna vertebral.
Cuando llegué a tus nalgas seguí apretando.

Siempre me has pedido que el trasero te lo acaricie con más fuerza. Estuve un buen rato trabajando tu espalda, hombros, glúteos, piernas. Tú tenías los ojos cerrados y estabas callado, apenas respondiendo con gemidos cuando sentías alguna clase de placer.

De pronto te volteaste.
Sonreí al ver tu erección. Tu pene que se levantaba sobresaliente entre tus muslos, tensos y deliciosos. Respondiste también con una sonrisa y me tendiste la mano para jalarme a tu boca y darme un beso suave.

Instintivamente mi mano buscó tu miembro y lo empuñé con fuerza, jalándolo suavemente todo el tiempo que duró el beso.
Puse de nuevo aceite en la palma de mi mano, las froté y me incliné para esparcirlo en tu pecho desnudo.

El aroma del aceite terminó de perfumar la habitación. Me senté sobre tu sexo erecto, con mi vagina acariciándolo sin que pudiera entrar, mientras me inclinaba y dejaba que mis manos resbaladizas amasaran en tu pecho las caricias más cachondas.


—Quítate el sostén, pediste. Sonreí y llevé mi mano al broche de mi sujetador y liberé mis senos. Te quedaste con la boca abierta, como si fuera la primera vez que los vieras, dejaste fija tu mirada en mis pezones rígidos y deseables, hasta que no aguantaste más y comenzaste a acariciarlos.


Fui bajando lentamente para masajear tu estómago y, aunque te arrebaté mis senos de las manos, comencé con ellos a acariciar tu cuerpo, mis pezones como rocas, hicieron un camino por tu pecho y abdomen, suavizado después por la caricia de mi cabello que caía sobre tu pecho.

Bajé hasta tus muslos velludos y hundí mis dedos en el pelo crespo de tus piernas, tomé tu miembro y jalándolo un poco lo puse entre mis senos y comencé a frotar con ellos tu furiosa erección.


Con el aceite que quedaba en mis manos y en tu cuerpo, comencé entonces a frotar tu sexo palpitante y resbaladizo. Primero lo acaricié lentamente, después, empuñándolo con firmeza, comencé a jalar velozmente, hasta sentir como tu pulso se aceleraba y entre gemidos te retorcías por el modo en que te estaba ordeñando, hasta que cerraste los ojos y un torrente de leche caliente te inundó el pecho.


Te limpié con una toalla húmeda, y me recosté a tu lado. Me besaste, cerraste los ojos y respiraste profundamente, recuperando energía.

Tres minutos más tarde abriste los ojos, me diste un beso y llevaste mi mano a tu sexo, de nuevo firme, palpitante, listo para entrar en mí. Como siempre, me hiciste el amor de maravilla.

Nos despedimos con la promesa de volver a vernos, queda mucho aceite para nosotros en esa botellita.
Un beso
Lulú Petite


EL UNIVERSAL/LM

 

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